Cuando era chico, uno de los miembros más importantes de nuestra familia era Nipper. Él era un perro mediano con unos ojos asombrosamente inteligentes, pelaje dorado, y una combinación de las mejores cualidades de varias razas. Era un compañero de juego leal, protector y cómplice durante mis aventuras diarias. Mucha gente recuerda a un amigo amado de cuatro patas que compartió su niñez, aunque ninguno (me apena tener que decírtelo) puede haber sido tan glorioso como Nipper.

Nuestra casa estaba en frente de un gran parque que se usaba como lugar para pasar días de campo en nuestra pequeña ciudad, Midwestern. En el centro del parque había una gran área de juegos, y entre los varios talentos de Nipper estaba la maestría en el tobogán. Los domingos, cuando el parque estaba lleno, Nipper iba dando saltos hasta los juegos para comenzar su show—trepar incesantemente la alta escalera y deslizarse por el tobogán. Enseguida se juntaba una multitud de forma natural, alentándolo, aunque un exhibicionista como él necesitaba poco estímulo. Mi hermano y yo nos quedábamos parados detrás de la multitud, demasiado avergonzados como para admitir que ese era nuestro perro, pero demasiado orgullosos de Nipper como para irnos. Conocen la sensación.

Las mascotas son nuestros maestros, actuando como espejos de nuestra conducta. Todas las creencias tienen una variante de la Regla de Oro: “Hagan a los demás lo que quieren que ellos les hagan a ustedes.” Una práctica sincera de esta simple declaración debería incluir no sólo a la gente, sino a toda vida. En el Evangelio de San Mateo encontramos este famoso pasaje:

“Porque yo estaba hambriento, y ustedes me alimentaron; estaba sediento, y me dieron de beber; yo era un forastero, y me dieron la bienvenida; estaba desnudo, y me vistieron; estaba enfermo, y me visitaron; estaba en la cárcel, y vinieron a mí.” Entonces los justos le responderán, diciendo, “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos como forastero y te dimos la bienvenida, o desnudo y te vestimos? ¿Y cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y te visitamos?” Y el Rey les respondería, “En verdad les digo, que cuanto hicieron a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron.”

Nuestro amor por Dios debería ser dado igualmente ya sea que Él se esté disfrazando como un mendigo, un perro, un gato, un océano, o un bosque. Tal vez Dios nos da mascotas como primeras lecciones en amor y compasión, antes de que pasemos a la tarea más compleja de amar a otras personas, o incluso a nosotros mismos.

Recientemente asistimos a una cena para recaudar fondos servida por el Centro Guibord, una obra interreligiosa en Los Ángeles dedicada a construir puentes y promover el respeto entre varias expresiones espirituales. El momento más destacado de la noche fue un cortometraje acerca de cómo varias tradiciones tratan a los animales. (Abajo incluí un enlace al tráiler; la película también está disponible allí.)

La vida debería ser una experiencia gloriosa de dar y recibir amor, lo que los animales hacen tan naturalmente. Tendríamos vidas más largas y más felices si siguiéramos el consejo que vi una vez en una calcomanía en un paragolpes: “Desearía ser la clase de persona que mi mascota cree que soy.”

En gozo,

Nayaswami Jyotish

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